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IDEE Idea

(comp.) Justo Fernández López

Diccionario de lingüística español y alemán

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Vgl.:

Eidos - Eidetisch / Begriff / Logos / Verstand und Vernunft / Logik / Bild / Narrativität / Platon / Universalienstreit / Platonismus / Nominalismus

“«Das Höchste wäre zu begreifen, dass alles Faktische schon Theorie ist. Man suche nur nichts hinter den Phänomenen; sie selbst sind die Lehre» (Goethe, Einzelne Betrachtungen und Aphorismen über Naturwissenschaft im Allgemeinen, Weimarer Ausgabe II, 131). Und die ‘Ideen’, die wir uns, über die Phänomene hinausgehend, machen, bleiben problematisch. Denn die Idee ist, wie Kant feststellt, «ein Problem, das keine Auflösung verstattet, und wovon wir doch hartnäckig annehmen, als entspräche ihr ein wirklicher Gegenstand» (B 510).”

[Funke, Gerhard: “Das Phänomen des Literarischen und die Bereicherung der phänomenologischen Methode durch die Literaturforschung”. In: Orth, E., W. (Hg.): Was ist Literatur?. Freiburg / München: Alber, 1981, S. 99]

Idee (von griech. ideín = sehen bzw. idéa u. eídos = Aussehen), ursprünglich der sinnliche Anblick, die äußere Erscheinung eines Dinges; dann der geistige Anblick des inneren Wesens, d.h. der Begriff.

Bei Platon sind Ideen die unveränderlichen, vollkommenen, in der überirdischen intelligiblen Welt beheimateten Urbilder (höchste Idee ist die Idee des Guten als die «Idee der Ideen»), die sich in der Erscheinungswelt nur schattenhaft verkörpern u. im Rückstieg der Anamnese erfasst werden.

Die christliche Philosophie sieht im Anschluss an den Neuplatonismus seit Augustinus in den Ideen die schöpferischen Urgedanken, Urbilder alles Geschaffenen im Geist Gottes.

Seit Descartes (der eingeborene, von außen zukommende u. von mir selbst hervorgebracht Ideen unterscheidet) u. Locke (für den Ideen ausschließlich durch Erfahrung gegebene Bewusstseinsinhalte sind) wurde immer mehr das Bewusstsein zum Ort u. Träger der Ideen.

Für Kant sind Ideen Begriffe der reinen Vernunft, in denen ein Unbedingtes gedacht wird, das aber in keiner Erfahrung antreffbar ist. Sie sind für den systematischen Fortgang des Erkennens notwendige, vom Denken entworfene letzte Totalitäten, nur regulative Prinzipien der theoretischen (Seele, Welt, Gott), dann Postulate der praktischen Vernunft (Gott, Freiheit, Unsterblichkeit).

Im deutschen Idealismus wird Idee von Fichte als Erscheinung des Absoluten in der Realität, von Schelling als Potenz im werdenden Absoluten selbst, von Hegel als das Absolute begriffen, das sich dialektisch zu sich selbst in seiner konkreten Totalität entwickelt.

In der neukantianischen Wertphilosophie ist Idee „geltende“ Wesenheit, in der Phänomenologie die im transzendentalen Bewusstsein konstituierte Gegenstandseinheit.“

[Müller, Max / Halder, Alois: Kleines Philosophisches Wörterbuch. Freiburg, Basel, Wien: Herder, 1988, S. 141]

[Hügli, Anton/Lübcke, Poul (Hg.): Philosophielexikon. Personen und Begriffe der abendländischen Philosophie von der Antike bis zur Gegenwart. Reinbek: Rowohlt, 1991, S. 456]

«Idea

O. Jespersen afirma que hay que distinguir entre categorías sintácticas –dependen de la forma– y categorías nocionales –dependen del significado–, ya que la misma idea se puede expresar de forma activa o de forma pasiva:

A precedes B = A is followed by B.

El término “idea” es aquí bastante ambiguo y, por tanto, discutible. Si lo entendemos como realidad extralingüística, la afirmación de O. Jespersen es acertada en todos los sentidos. Ahora bien, si se identifica “idea” con “significado”, las dos expresiones tienen contenidos lingüísticos distintos.

En este sentido habría que decir con E. Coseriu (1977: 131) que las relaciones entre el signo lingüístico y el referente –designativas– no entran en el plano funcional de una lengua, donde juegan su papel las relaciones significativas –entre los signos lingüísticos–, por lo cual, aunque la forma activa y la pasiva pueden expresar la misma realidad nocional, no podemos decir que la forma activa y la pasiva signifiquen lo mismo.

No estamos de acuerdo, siguiente a E. Coseriu (1977: 187-188), en que las construcciones activas tengan el mismo sentido (entiéndase que M. Seco no distingue como lo hace E. Coseriu entre significado lingüístico y sentido textual) que las pasivas, pues habría que distinguir, en principio, entre contenido lingüístico y objeto de referencia extralingüístico, distinción que hacían ya los estoicos y también los escolásticos (conceptus / res), W. von Humboldt la conoce como distinción entre “forma lingüística interior” y “objeto”. “La misma distinción la encontramos en Husserl con los célebres ejemplos

el vencedor de Jena,

el vencido de Waterloo,

en los que el mismo “objeto” se designa por medio de significados opuestos”.»

[Espinosa, Jacinto: Estructuras sintácticas transitivas e intransitivas en español. Cádiz: Universidad de Cádiz, 1997, p. 61 n. 101-102 y 104]

“Los objetos de la matemática son «objetos reales», son objetos en la realidad, en esta misma realidad de las piedras o de los astros; la diferencia está en que los objetos matemáticos están postuladamente construidos en su contenido. La piedra es una realidad en y por sí misma; un espacio geométrico o un número irracional son realidad libremente postulada. Es usual llamar al objeto de la matemática «objeto ideal». Pero no hay objetos ideales; los objetos matemáticos son reales. Esto no significa que los objetos matemáticos existan como existen las piedras, pero la diferencia entre aquéllos y éstas concierne tan sólo al contenido, un contenido en el primer caso dado, libremente postulado en la realidad en el segundo. Por tanto los objetos matemáticos no tienen existencia ideal sino solamente existencia postulada, postulada pero en «la» realidad.”

[Zubiri, Xavier: Inteligencia y logos. Madrid: Alianza Editorial, 1982, p. 144]

„Al plantear el problema de cómo proyecta el hombre ha de tenerse en cuenta que en su decurrir toda situación es insostenida y además insostenible por su propia estructura. Satisfechos o no de cada situación, las nuevas cosas nos sacan de donde estábamos, pero ¿cuál es el ámbito situacional en que nos dejan? [...] El hombre se encuentra en un estado, y en ese estado en una situación determinada. ¿Dónde queda en virtud de la conmoción de la nueva situación un hombre concreto en toda su concreción psicofísica individual? Para responder a esta cuestión, uno de los caminos es ver qué nos ha quedado del estado anterior, pues no hay dos situaciones que se repitan en toda su identidad. Pero tampoco hay dos situaciones heteróclitas, pues estarían condicionadas por la continuidad de la duración. Además, en esa continuidad ni siquiera es normal que lo que queden sean cosas de la situación anterior. Sin embargo, las cosas desaparecidas me dejan algo de sí mismas en la nueva situación, no su realidad, pero sí su idea. Tomo idea en su sentido etimológico de eidos con su raíz eid-, en latín vid-, visión; no lo que yo produzco en mi mente, sino el conjunto de rasgos que la cosa tiene y que permiten diferenciarla de otras. Cada cosa tiene una forma o configuración, que se refleja en la idea, y es lo que queda cuando la cosa desaparece.

Esta idea no es sin más la forma aristotélica, pues el eidos se tiene como forma en el pensamiento griego con anterioridad a la interpretación hilemórfica de Aristóteles. En nuestro contexto, tan idea es la idea más abstracta y científica como la que llamamos imagen; la única diferencia está en que las imágenes, cuanto más precisas, nos dejan mejor el eidos concreto, individual, de la realidad que pasa ante mis ojos.

Tomo, pues, la idea en toda su amplitud, y en esa amplitud digo que las cosas nos dejan su idea. Es lo que significamos al decir que algo no nos ha dejado ni huella, y que por tanto no tenemos ni idea de ello, que, por lo visto, es lo menos que se puede tener de una cosa. No sólo nos deja la idea de cómo era, sino también de lo que valía: la cosa desapareció y lo que nos queda anclado en su eidos es el valer de la cosa. Junto con ello nos queda el eidos de lo que yo hacía, y cómo me encontraba, es decir, de cómo era yo. [...]

Finalmente, son las cosas reales, con las que realmente estoy ahora, las que me lanzan realmente fuera de las cosas en que estaba. Realidad, pues, por razón de mí, por razón de las cosas, y por razón de la conmoción con que las cosas me lanzan de donde estaba a otra situación. En esta triple realidad, en el ámbito de situación, queda ese residuo de las cosas reales que es la idea.

Al lanzarnos las cosas de un primer estado orlan con un no mi atenimiento a la realidad. Este «no» afecta a la realidad física de la situación anterior. Por tanto, nos encontramos en un no de realidad, es decir, en lo irreal.

Si el hombre no fuese más que pura inteligencia, no dejaría de estar atenido a la realidad. Pero el hombre es inteligencia sentiente y por ello el decurso sentiente de las cosas le lanza del atenimiento a la realidad hacia algo que no es realidad física. Está atenido a la realidad, por tiene que moverse también en el ámbito de lo irreal. El animal no humano no se mueve entre realidades, pero tampoco entre irrealidades; se mueve entre estímulos a-reales. El hombre es el animal que no sólo puede, sino que inexorablemente ha de moverse en el ámbito de lo irreal. La irrealidad le es necesaria al hombre para poder vivir en realidad.

Pero, ¿en qué consiste esta irrealidad? Lo irreal no puede calificarse como lo que no-es, porque no es lo mismo ser y realidad (el no aceptar esta diferencia es lo que constituye la paradoja de Parménides de Platón: que hay algo que no es); y porque cuando me ocupo con lo irreal me ocupo con algo que no es ya, pero que está puesto realmente ante mí, frente a mí. Es lo que significa la palabra ob-iectum. El ser realidad objetual es aquello en que consiste formalmente el ser positivo de la idea. Realidad objetual es la realidad como objeto.

Precisamente es la medida en que la idea implica esa versión constitutiva a un tipo de realidad, la idea y su referencia al objeto tienen un carácter de intencionalidad representativa, porque me refiero en intención – la realidad a que me refiero ya no está presente – a algo. Con lo cual esa realidad referida merece llamarse intencional.”

[Zubiri, X.: Sobre el hombre. Madrid: Alianza Edit., 1986, p. 644-647]

“La verdad, sin embargo, no es que lo primario sean objetos que se dividen en reales y meramente intenciones, sino por el contrario, lo primario es realidad, que se divide en física y reducida. Sin este carácter de realidad no habría ideas, porque las ideas no serían ideas de nada. Las ideas no solamente envuelven una referencia intencional, sino además un intento de realización objetual de las propiedades. Y esto lo mismo en el orden del concepto que en el de la imaginación.

Forzados, pues, por la realidad, nos hallamos realmente suspensos en lo irreal, que positivamente es lo objetual; estamos realmente encontrándonos con lo irreal en que consisten los objetos. Tengo, en efecto, una experiencia real y efectiva de lo irreal. Y esta experiencia es decisiva en la vida del hombre. Porque yo soy real, mi estar en la realidad es real. Lo irreal es el ámbito de lo objetual. Sin mi realidad no habría objetos, pero sin realidad física no serían objetos.

En definitiva, cuando le nueva situación conmueve la anterior me veo lanzado de la realidad física al recurso de las ideas, que me ofrecen la realidad anterior no física sino objetualmente.”

[Zubiri, X.: Sobre el hombre. Madrid: Alianza Edit., 1986, p. 650]

“Lo mismo acontece con la imaginación. Ni las ideas con las cosas en que el hombre piensa, ni las imágenes son las imágenes que el hombre está imaginando. La idea y la imagen son algo que está a mis espaldas, algo que no está visto por mí, algo con que veo de una manera intencional la realidad objetual que en ellas se me presenta. Las ideas se definen, las imágenes se describen. Pero hay por bajo algo más hondo: se realizan objetualmente.”

[Zubiri, X.: Sobre el hombre. Madrid: Alianza Edit., 1986, p. 649]

“Las ideas se tienen; en las creencias se está. «Pensar en las cosas» y «contar con ellas».

Con la expresión «ideas de un hombre» podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Incluso pueden ser «verdades científicas». Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho, si importan algo, ante la cuestión mucho más radical que ahora planteamos. Porque, sean pensamientos vulgares, sean rigorosas «teorías científicas», siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea. Ésta brota, de uno u otro modo, dentro de una vida que preexistía a ella. Ahora bien, no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas y, por decirlo así, montada sobre ellas. Vivir es tener que habérselas con algo – con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese «sí mismo» con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de «ideas» sobre el mundo y sobre sí mismo.

Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas «ideas» básicas que llamo «creencias» no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, «creencias» constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma – son nuestro mundo y nuestro ser –, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido. [...]

Hay, pues, ideas con que nos encontramos – por eso las llamo ocurrencias – e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos de pensar. [...]

Conviene, pues, que dejemos este término – «ideas» – para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. [...] Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesiten ser formuladas. [...]

Resumo: cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o «pensamientos». En rigor, sólo estas últimas deben llamarse «ideas».

Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas «vivimos, nos movemos y somos». Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la «idea» de esa cosa, sino que simplemente «contamos con ella».

En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra «vida intelectual» es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es cuestión de «política interior» dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos – por especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos – es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual.”

[Ortega y Gasset, José: “Ideas y creencias” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, t. V, p. 383 ss.]

“El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Éstas son, pues, tierra firme sobre que nos afanamos. […] Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de la creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como se está en un abismo, es decir, cayendo. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. […] Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es una verdadera duda si no se dice que creemos nuestra duda. Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. […]

Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. […]

Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento sólido, infirme. Lo dudoso es una realidad líquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el «hallarse [sumido] en un mar de dudas». Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme. [...] La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta hasta qué punto es creencia. Tan lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda.

Al sentirse caer en esas simas que se abren en el firme solar de nuestras creencias, el hombre reacciona enérgicamente. Se esfuerza en «salir de la duda». Pero ¿qué hacer? La característica de lo dudoso es que ante ello no sabemos qué hacer. [...] Pero en tal situación es cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. [...] Cuando todo en torno nuestro nos falla, nos queda, sin embargo, esta posibilidad de meditar sobre lo que nos falla. El intelecto es el aparato más próximo con que el hombre cuenta. Lo tiene siempre a mano. Mientras cree no suele usar de él, porque es un esfuerzo penoso. Pero al caer en la duda se agarra a él como a un salvavidas.

Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas. En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda, por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación. Al hombre no le es dado ningún mundo ya determinado. Sólo le son dadas las penalidades y las alegrías de su vida. Orientado por ellas, tiene que inventar el mundo. La mayor porción de él la ha heredado de sus mayores y actúa en su vida como sistema de creencias firmes. Pero cada cual tiene que habérselas por su cuenta con todo lo dudoso, con todo lo que es cuestión. A este fin ensaya figuras imaginarias de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo.”

[Ortega y Gasset, José: “Ideas y creencias” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, t. V, p. 392-394]

“El frente común religión-mito-poesía sensu homerico consiste, pues, en una interpretación puramente imaginaria del Mundo y a ella habría el hombre de acogerse definitivamente sino hubiera existido la filosofía. Esto nos confirma que el hombre no tiene más remedio que creer, y si esto le falla, casi-creer – con la más varia gradación de la credulidad – en una figura de lo que es el Mundo, de lo que él es y su vivir. Luego todas ellas sirven en forma diversa una misma función ineludible en la economía de la vida humana. [...]

El tentamen de aquel frente común – religión-mito-poesía – para reocupar la convicción del hombre habría lamentablemente fracasado. Porque la filosofía nace en vista de que el hombre había perdido su fe sana y enteriza en aquellas cosas. La filosofía no crea la duda, sino, al revés, es engendrada por ella. Es una tontería acusar al volterianismo de haber causado el descreimiento cuando la verdad es lo contrario. La pobre, la misérrima cosa que es, al fin y al cabo, el volterianismo apareció y ejecutó la vana gesticulación formal en que consiste, porque los hombres habían dejado de creer. Cien Voltaires comprimidos en una pastilla no bastan para ocasionar la menor dubitación en un hombre de verdad creyente. [...] Es, pues, ilusorio admitir que, suprimida la filosofía, el hombre hubiera vuelto a creer con normal y saludable credulidad, como hasta ciertas fechas creyó, en religión, mito y poesía dogmática. Lo que probablemente habría acontecido es que habiendo perdido la antigua fe y no existiendo un normal sustituto de algo así como filosofía, el hombre se habría quedado sin certidumbre ninguna ante el Universo, es decir, que ante el hecho enigmático y equívoco de su vivir se habría quedado estupefacto sin reacción adecuada alguna frente a él. Ahora bien, la estupefacción prolongada engendra la estupidez. De aquí esas etapas de general imbecilidad a que la historia nos hace asistir. Habría sobrevenido una general degeneración de la mente humana en la cual ni religión, ni mito vivaz, ni poesía luminosa existirían sino que los espacios de la convicción humana se habrían henchido de superstición, que es la forma de vida mental característica del mente capto. [...]

El tema de la relación entre filosofía y sus congéneres – religión, mito y poesía dogmática – reclamaría para ser congruamente tratado largos desarrollos que ahora me son vedados. Ya he dicho que fue un error capital y anhistórico de Dilthey ver en esas cuatro cosas «posibilidades permanentes» del hombre, de suerte que éste podría en todo momento saltar de la una a la otra y estaría en su libérrima disponibilidad ser religioso o mitológico o ser «homérida» o ser filósofo. Lejos de ello, esas cuatro cosas constituyen una secuencia inexorable por la cual va el hombre, en predeterminadas fechas, pasando. El tránsito ineludible de la una a la obra pertenece al Destino humano.”

[Ortega y Gasset, José: ”La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva” (1958). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, t. VIII, pp. 312-313]

„Tenemos, pues, un nuevo paso: la idea del ser compuesto de elementos, de stoichéia. [Demócrito]

Otro paso está representado por Platón. Para él por encima de los elementos y por encima de la esfera del propio Parménides hay algo distinto; hay precisamente lo que él llama el eidós, la «idea» en el sentido no de las ideas de la mente humana, sino de las configuraciones últimas, radicales y esenciales de la realidad. Los átomos son infinitos, pero la ideal del átomo, el eidós del átomo no es más que uno. El ser de Parménides es una esfera, pero este ente de Parménides responde a una idea: la idea misma del ser. El movimiento responde a una idea, la idea del movimiento, la cual se no mueve, pero es una idea del movimiento que está en íntima relación con la idea del ser.

Nos encontramos aquí, pues, con una especie de fuga del mundo de la realidad en el que se había pensado hasta ahora desde Anaximandro a Demócrito, para transportarnos a una especie de duplicado de la realidad, que es el mundo de las ideas. Naturalmente Platón se resistió a este simple dualismo y dijo que las ideas están presentes en las cosas, que son parónta. Están presentes en ella, aunque nunca explicó en qué consistía esta presencia (parousía) si no es por la metáfora de la luz.

Como puede verse, tenemos aquí unos conceptos fundamentales sobre los que está montada la filosofía de Aristóteles: la idea del principio, la idea de la limitación, la idea del ensamblaje armónico que Aristóteles llamó táxis, la idea de la mismidad del ser, de que el ser es algo que yace (kéisthai), la idea de que lo esencial de las cosas es una forma o figura (eidós).”

[Zubiri, Xavier: Los problemas fundamentales de la metafísica occidental. Madrid: Alianza Editorial, 1994, p. 49-50]

«La idea tiene la obligación de adaptarse lo más extensamente posible a los fenómenos que ella define. La idea es como un guante de piel que a las cosas ponemos y debe ceñirse por todos los lados a ellas, reproducir en la medida posible su auténtica forma. Este ceñirse a lo real es la delicia de la idea. La idea es así la perfecta caricia.»

[José Ortega y Gasset: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. IX, p. 717]

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